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Diferentes términos ubicados dentro de la historia de la moderna

Descristianización y apostasía: Voy a estudiar ahora la descristianización de los países ricos de Occidente, iniciada ya en el Renacimiento, impulsada fuertemente a partir del siglo XVIII, y acelerada en los siglos XX y XXI. Y quiero advertir primero que desde hace varios decenios la descristianización suele ser llamada secularización. Pero éste es un eufemismo a mi entender poco conveniente, porque no expresa suficientemente la realidad que trata de significar. Sería mejor hablar de apostasía y de mundanización, y éstas son las palabras que yo usaré aquí.


–Apostasía. Este término tenía antiguamente un sentido bastante amplio. Eran a veces considerados «apóstatas» no sólo quienes renegaban de la fe cristiana, sino también aquellos que quebrantaban gravemente la norma de la vida eclesial; por ejemplo, el bautizado que nunca iba a Misa o el religioso que abandonaba sus votos. Pero yo aquí empleo el término apostasía en su sentido más propio, el que da, por ejemplo, el Código de Derecho Canónico: «el rechazo total de la fe cristiana» (c. 751). Éste es el terrible fenomeno que se ha producido en el último medio siglo en gran parte del pueblo cristiano. Se ha alejado de la Iglesia y ha perdido la fe.


–Mundanización. Si, como ya expuse anteriormente (159-161, 165-166), la cristianización de los hombres produce en ellos una desmundanización, es decir, una liberación y una superación del mundo secular, de sus modos de pensar y de obrar, ahora, como es lógico, a la inversa, la descristianización ha de entenderse en términos de mundanización del pueblo cristiano, en la medida en que éste acepta «los pensamientos y caminos» del mundo, que distan tanto de los de Cristo como el cielo de la tierra (Is 55,8-9).



–Secularización, como digo, me parece término menos claro; pero también tiene su verdad. Ya al final de la Edad Media, el principio laico –seglar, secular– comienza a afirmarse en sí mismo de forma autónoma frente a la Iglesia. Una muestra de ese espíritu la tenemos en 1303, cuando en Anagni el rey de Francia humilla a Bonifacio VIII, apresándolo; o en el exilio de los Pa­pas en Avignon (1305-1378). Tan graves y significativos sucesos indican y anticipan un cambio de época… Es el espíritu paganizante que se expresará poco después en la política del Renacimiento (Maquiavelo +1527) y en el Protestantismo luterano, que admite sin resistencia el poder de los príncipes, consintiéndolo al menos como un mal inevitablemente incluído en el mal del mundo.


Señalo ahora los principios fundamentales de la descristianización.


El protestantismo. En realidad, los primeros re­formadores pro­testantes no hacen sino una reforma a medias; no tratan de aplicar hasta el final sus propios principios. En efecto, si el protestantismo afirma la conciencia individual frente a la autoridad de la Iglesia, en mate­ria de fe y costumbres; si la Tradición no vale, ni es criterio válido para la fe y la conducta; si propia­mente no hay ya Iglesia, sino sólo Dios, Escritura y conciencia personal; si no hay en el mundo quien pueda distinguir con certeza, con autoridad divina, la verdad del error, el bien del mal… queda entonces el libre examen abando­nado a su propia fuerza falsa y negativa, que acabará destrozando la personalidad humana, la familia, la condición cristiana de los pueblos y la cohesión pacífica de las naciones. Sólo es cuestión de que ese tumor canceroso se vaya desarro­llando, hasta producir una metástasis que afecte a todo el cuerpo social, descristianizándolo, es decir, llevándolo a la apostasía y la mundanización.



Todavía en Occidente es grande, sin embargo, la fuerza del cristianismo, como ya vimos en el Final de la Cristiandad (186-194). Y así en el si­glo XVII, en el clasicismo, parece lograrse un cierto equilibrio histórico entre la Edad moderna y el cristianismo tradicional, eso sí, con características muy diversas en las na­ciones católi­cas y en las protestantes. Quizá las cosas no vayan más lejos. Pero…


A fines del XVII se inicia una gran crisis. Como no podía ser menos, se rompe la imposible y precaria síntesis anterior, y el libre examen exige para el mundo secular campos de emancipación mucho más amplios respecto de la fe y de la Igle­sia. Dos libros de Paul Hazard, ya clásicos, La crisis de la conciencia europea (1680-1715) (Alianza Universidad, Madrid 1988), y El pensamiento europeo en el siglo XVIII (id. 1991), pueden ayudarnos a entender bien el gran giro espiritual iniciado en el Occidente cristiano a partir de 1715.



«Primero se alza un gran clamor crítico; reprochan a sus antecesores no haberles transmitido más que una sociedad mal hecha, toda de ilusiones y sufri­miento… Pronto aparece el acusado: Cristo. El siglo XVIII no se contentó con una Reforma; lo que quiso abatir es la cruz; lo que quiso borrar es la idea de una comunicación de Dios con el hombre, de una revela­ción; lo que quiso destruir es una concepción reli­giosa de la vida.


«Estos audaces también reconstruían; la luz de su razón disiparía las grandes masas de sombra de que estaba cubierta la tierra; volverían a encontrar el plan de la naturaleza y sólo tendrían que seguirlo para re­cobrar la felicidad perdida. Instituirían un nuevo de­recho, que ya no tendría que ver nada con el derecho divino; una nueva moral, independiente de toda teo­logía; una nueva política que transformaría a los súb­ditos en ciudada­nos. Y para impedir a sus hijos recaer en los errores antiguos darían nuevos principios a la educación. Enton­ces el cielo bajaría a la tierra» (El pensamiento 10).


La Ilustración, iniciada a fines del siglo XVII, y desarrollada en Europa, sobre todo en Francia, a lo largo del siglo XVIII, llamado el Siglo de las Luces, da un gran asalto contra la Cristiandad, fundamentando la descristianización de las antiguas naciones cristianas. Partiendo de Descartes (+1650), hombres como el panteísta Spi­noza (+1677), o como Locke (+1704), Bayle (+1706), Malebranche (+1715), Leibniz (+1716), radicalizan la autonomía del pensa­miento y de la mo­ral respecto de la Iglesia de Cristo. Y la mayor parte de ellos, por cierto, son «cristianos», como Malebranche (+1715), oratoriano francés, que desarrolla el cartesianismo en el en­gendro filosófico del ocasionalismo. Poco después, en el ambiente del enciclopedismo, se formará una generación de filósofos abiertamente contrarios a la Iglesia: Voltaire (+1778), los enciclopedistas D’Alambert (+1783), Diderot (+1784) y otros.



«Los asaltantes –escribe Hazard– triunfa­ban poco a poco. La herejía no era ya solitaria y oculta; ganaba discípulos, se volvía insolente y jac­tanciosa. La razón no era ya una cordura equilibrada, sino una audacia crí­tica. Las nociones más comun­mente aceptadas, la del consentimiento universal que probaba a Dios, la de los milagros, se ponían en duda. Se relegaba lo divino a cielos desconocidos e impenetrables; el hombre, y sólo el hombre, se con­vertía en la medida de todas las cosas; era por sí mismo su razón de ser y su fin. Bastante tiempo ha­bían tenido en sus manos el poder los pastores de los pueblos; habían prometido hacer reinar en la tierra la bondad, la justicia, el amor fraternal; pero no habían cumplido su promesa, y por tanto, no tenían que ha­cer sino marcharse… Había que edificar una política sin derecho divino, una religión sin misterio, una mo­ral sin dogmas…


«Se ha operado una crisis en la conciencia europea; entre el Renacimiento, del que procede directamente, y la Revolución francesa, que prepara, no la hay más importante en la historia de las ideas. A una civiliza­ción fundada en la idea del deber, los deberes para con Dios, los deberes para con el príncipe, los nue­vos filósofos han intentado sustituirla con una civili­zación fundada en la idea del derecho: los derechos de la conciencia in­dividual, los derechos de la crítica, los derechos de la razón, los derechos del hombre y del ciudadano» (La crisis 9-11).




Bajar el cielo a la tierra… Ése es el intento fundamental: las cosas del mundo se arreglan mirando al mundo, y no con los ojos puestos en el cielo. Más pensar en el mundo, y menos pensar en el cielo. Hay que partir de la realidad, es decir, del mundo visible. Hay que dejarse de aliena­ciones celestiales. Eso es lo que podrá abrir a la humanidad el camino hacia una felicidad descono­cida en la historia.


La Ilustración, difundida por los enciclo­pedistas franceses, consigue hacerse con los re­sortes del poder político a través sobre todo de la masonería, y a partir de la Revolución fran­cesa (1789), extiende victoriosa su influjo durante el siglo XIX mediante el Libera­lismo. Finalmente, consuma en el siglo XX su impulso, secularizando las instituciones y en buena parte la cultura de las naciones cristianas. El mundo secular ha de construirse prescindiendo en absoluto de la hipótesis de un Dios, Señor del mundo, a cuya voluntad habría que someter toda la vida privada y pública.



Como dijo Juan XXIII, «la insensatez más caracterizada de nuestra época consiste en el intento de establecer un orden temporal sólido y provechoso sin apoyarlo en su fundamento indispensable o, lo que es lo mismo, prescindiendo de Dios, y querer exaltar la grandeza del hombre, cegando la fuente de la que brota y se nutre, esto es, obstaculizando y, si fuera posible, aniquilando la tendencia innata del alma hacia Dios» (1961, enc. Mater et Magistra 217).


La masonería, iniciada en Londres en 1717, era deísta en su primera época –al modo de Pope o Voltaire, Lessing o Rous­seau–, y no admitía a los ateos. Eso explica que algunos clérigos y religiosos, más afi­cionados a clubes y salones que a parroquias y conventos, asustados por el ateísmo cre­ciente de la época, se afiliaran a la masonería. Sin atacar todavía directamente a Cristo, los primeros masones, rezumando tolerancia, profesan con opti­mismo una religión natu­ral, una ética universal, «en la que todos los hombres pueden estar de acuerdo», también los católicos, según dicen.


La Iglesia, sin embargo, entiende muy pronto el carácter profundamente anticristiano de la maso­nería, que es condenada por Clemente XII en 1738 (bula In eminenti) y por Benedicto XIV en 1751 (bula Providas), así como por los Papas de los siglos XIX y XX. León XIII, en la encíclica Humanum genus (1884), da quizá la más clara descripción y fuerte impugnación de la masonería. Los autores católicos han conocido y analizado hoy con nuevos conocimientos la esencia anticristiana de la masonería (cf. R. de la Cierva, La masonería invisible, Fénix 2002; J. A. Ullate Fabo, El secreto masónico desvelado, Libros-Libres 2007).



También las monarquías europeas, en general, re­accionan contra la masonería. Pero no la resisten por prin­cipios espirituales, sino por estrategias de Estado. Y eso lleva a que ya en el XVIII las coronas europeas se vean infiltradas por ella, y acepten educadores y ministros maso­nes, que irán impulsando decididamente la descristianización gobal de la sociedad. Estamos, pues, en el bien llamado despotismo ilustrado, que encuentra con frecuencia grandes re­sistencias en el pueblo católico, y que es el prece­dente inmediato del liberalismo del XIX.


Protestantes y católicos siguen caminos muy distintos en esta trágica descristianización de las naciones. Es, por ejemplo, muy significativo que las lo­gias, bajo la guía superior de la Corona británica, atentaron siempre contra las mo­narquías católicas –Francia, España, Italia, Austria–, pero dejaron siempre en paz las Coronas protestantes, en las que no veían obstáculo para el liberalismo masó­nico.



Eso explica que todavía hoy en los parla­mentos de las naciones protestantes se sien­ten, conspicuos y respetados, los Obispos y pastores que vienen de la Reforma. Su pre­sencia es perfectamente tolerable, pues, además de dar a la asamblea un cierto tono de respetabilidad tradicional, apenas estorban la descristianización acelerada de la sociedad, irradiada por el poder político a todo el cuerpo social.


Así las cosas, desde el XVIII hasta hoy, la Iglesia Católica, es decir, la Iglesia, es prácticamente la única fuerza militante en la lucha contra la secularización radical de la sociedad. Téngase en cuenta que el paso del Evangelio a la Ilustración, la construcción del mundo sin re­ferencia al­guna al cielo, ha de realizarse en unos pueblos que en su inmensa mayoría eran entonces todavía cristianos. Por tanto, no será posible ese proceso sin contar con la pasividad cóm­plice de los protestantes, y sin asegurar una neutralización suficiente de los católi­cos. De esto último se encargarán los católi­cos liberales, en cualquiera de sus varias modalida­des, de los que ya hablaremos.


En cuanto a los protestantes, ya desde sus orígenes luteranos, al entender que entre el Reino de Dios y los Reinos humanos hay –debe haber, incluso– una separación in­franqueable, promueven o aceptan sin dificultad la secularización total del orden temporal (cf. F. Giardini, Cristiane­simo e secolarizzazione a confronto, «Angelicum» 1971, 197-209). Más aún, puede afirmarse que el secularismo liberal tiene propia­mente sus orígenes tanto en el protes­tantismo como en las filosofías políticas del XVIII, como ya lo señaló León XIII (1885, enc. Inmortale Dei 10).


Y en curiosa paradoja, los países protestantes guardan en sus estructuras políticas su confesio­nalidad cristiana, mientras que el espíritu descristianizador que parte de la Ilustración ha obligado a abandonar su identidad cristiana a las naciones católicas. Pero en esta paradoja no hay ningún misterio. Sencillamente, la confesionalidad de los países protestantes es algo muy sui gene­ris, que recuerda a la de Bizancio, en la que lo reli­gioso tiende a supeditarse a lo político; y que lleva en sí misma el germen de la secularización. Por eso puede subsistir en el mundo mo­derno y contemporáneo, y en cambio la confesionalidad católica no.


La Iglesia Católica está sola contra el mundo anti-Cristo. Va a corresponder, pues, a la Iglesia todo el peso histórico en la du­rísima lucha para mantener a Dios como fundamento de las leyes y del orden cultural y so­cial, y para afirmar que no hay salva­ción para los hombres y para los pueblos y sociedades sino en la medida en que se acepta a Cristo como Rey (cf. Hch 4,12), a quien, después de su victoria en la cruz, ha sido dado «todo poder en el cielo y en la tie­rra» (Mt 28,18).


Los mártires franceses de la Vendée (1793-1796), los mártires criste­ros de México (1926-1929) o los márti­res de España (1936-1939), no eran protestan­tes. Eran católicos del pueblo, que se resistían a que la presencia social de Cristo Rey fuera ahuyentada de sus pueblos, de absoluta mayoría cristiana.


He recordado hasta aquí las fuerzas históricas que pusieron –y ponen hoy– los fundamentos decisivos para la descristianización de las naciones. ¿Pero dentro mismo de la Iglesia Católica no se habría infiltrado en ese tiempo, ya en el XVII y XVII, algún virus maligno que facilitara la descristianización de los pueblos?


El voluntarismo semipelagiano, sin pretenderlo ni sospecharlo, lleva a la descristianización. La doctrina católica de la gracia ha con­fesado siempre que es Dios quien mueve al hombre por su gracia a pensar, a querer y a obrar el bien. De tal modo que el hombre puede, sin Dios, obrar el mal; pero necesita siempre el concurso de Dios para realizar el bien, en todas y cada una de las fases de su producción. En la línea del bien, por tanto, la gracia precede siempre a la acción del hombre, la acompaña y perfecciona, de modo que toda acción cristiana es realizada libremente por el hombre bajo el influjo de la misma gracia di­vina.


Así, Dios y el hombre actúan como causas subordina­das: la causa principal es Dios, y el hombre es la causa segunda. Ésta es la doctrina de nuestro Señor Jesucristo, de San Pablo, San Agustín, Santo Tomás, y hasta el siglo XVI hay en ella un acuerdo general entre los autores católi­cos, que sólamente difieren a la hora de ex­plicar cómo se produce en la libertad esa subordinación causal misteriosa.


La unanimidad pro­funda de los católicos en la doctrina de la gracia se va a quebrar en el siglo XVI con la reaparición de la tendencia semipelagiana, condenada en el año 529 en el II concilio de Orange (Denz 370-379). El término semipelagiano, no existente en la antigüedad, fue in­ventado cuando Molina enseñó en la Concordia (1589) cómo Dios y el hombre concurren en la acción como causas co-ordinadas, o más exacta­mente incompletas, que se complementan para la producción de la obra buena. Mu­chos entonces vieron estas enseñanzas como pelagianorum reliquiæ, o más exactamente, como sententia semipelagianorum, refirién­dose con este tér­mino nuevo a aquellas doctrinas del siglo V, como las mantenidas por los monjes de Marsella (massilienses). Según ellas, depende del hombre, de su mayor o menor generosi­dad, hacer este bien o ese otro bien mayor, aunque se admite que, para realizarlo, es nece­sario el concurso de la gracia divina.



Actualmente, como veremos, en una gran debilitación de la fe en el Occidente cristiano, ésta es la doctrina más generalizada, que, por supuesto, lleva a la descristianización. El cristianismo antropocéntrico, renunciando al teocentrismo, se destruye a sí mismo. El semipelagianismo, tratando de «salvar» la parte humana y «guardar la propia vida» sana y prestigiosa según el mundo, para mejor colaborar así con la acción de Dios, rechaza el martirio, se concilia con el mundo y acaba con el cristianismo. El piadoso abuelo semipelagiano tendrá hijos pelagianos y nietos agnósticos o ateos.


Por el contrario, la Iglesia católica ha enseñado siempre la primacía absoluta de la gracia. La verdadera doctrina católica de la gracia considera, por ejemplo, como algo evidente la en­señanza de Santo Tomás, cuando afirma que «es el amor de Dios el que crea e infunde la bondad en las criaturas» (STh I,20,2); y que, por tanto, «no habría unos mejores que otros si Dios no hubiese querido bienes mayores para los primeros que para los segun­dos» (I,20,3; cf. 23,4). Cuando verdades como éstas producen rechazo en gran parte de los católicos –según ellos, Dios ama más a los mejores, porque son más buenos–, eso significa que son muchos los bautizados católicos que, ya desde hace siglos, han perdido la verdadera tradición católica sobre la doctrina de la gracia. «Es Dios quien activa en vosotros el querer y el obrar para realizar su designio de amor» (Flp 2,13).



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