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LA LABOR DE LOS SANTOS PADRES EN EL SIGLO V


¡Cuánto debe la Iglesia a estos Santos Padres, obispos y papas intachables y bien formados intelectualmente, que pusieron su talento al servicio de la ortodoxia católica! Ellos esclarecieron el dogma, lo explicaron, lo defendieron con tesón, y no sin grandes sacrificios y sufrimientos.

Uno de ellos fue san Agustín:

Nació en el norte de África en el año 354, hijo de un pagano y de santa Mónica. Después de una juventud inquieta, recibió el bautismo animado por la predicación de san Ambrosio. Fue obispo de Hipona desde 395. Brilló en toda la cristiandad por su inigualable talento, puesto al servicio de la fe. Luchó contra los errores maniqueos, contra los donatistas y pelagianos. Entre sus obras más importantes sobresalen las Confesiones (su autobiografía) y la Ciudad de Dios (primera filosofía y teología de la historia).

Otro de los titanes de la fe fue san Jerónimo:

Realizó parte de su apostolado en el siglo anterior. Tradujo al latín toda la Biblia y dejó obras de historia de la Iglesia y de espiritualidad.

Pasó a la historia como un gran santo padre san Juan Crisóstomo (boca de oro):

Patriarca de Constantinopla, que escribió acerca del sacramento del sacerdocio y de la Eucaristía, y comentó la Sagrada Escritura. Desplegó una intensa práctica de la caridad, manteniendo instituciones que cuidaban de los desvalidos. También defendió las imágenes, no porque haya que adorarlas, sino porque ellas nos llevan al Autor de la santidad, que es Dios, y a un deseo de imitar esas virtudes de los santos, representados por imágenes.

También destacó san Pedro Crisólogo:

Virtuoso y elocuente obispo de Ravena, que dejó una importante colección de sermones sobre la Sagrada Escritura, en los que desarrolló una exégesis sobre todo moral.

Termino con una cita de san Vicentre de Lerin (siglo V) que valora el papel de los santos Padres: “Si surge una nueva cuestión que no ha tocado ningún concilio, hay que recurrir entonces a las opiniones de los Santos Padres, al menos de los que, en sus tiempos y lugares, permanecieron en la unidad de la comunión y de la fe y fueron tenidos por maestros aprobados. Y todo lo que ellos pudieron sostener, en unidad de pensar y de sentir, hay que considerarlo como la doctrina verdadera y católica de la Iglesia, sin ninguna duda ni escrúpulo” (en su obra, Commonitorium 434).


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